CUENTO: Valeri otoñal
Tula quedaba lejos, a unos 400 kilómetros en línea recta. Valeri desconocía que 27 años después de aquel 7 de octubre de 1995 moriría, también lejos de aquella ciudad. Tula era lo más importante del mundo para él, un mundo que le resultaba extraño, inalcanzable. Había dicho Victor Hugo que la melancolía es la felicidad de estar triste. Sin duda estaba triste, quería alcanzar un otoño esquivo. Sentía la melancolía otoñal, pero no podía ver las hojas rojizas en la vereda del río Upa. Lo que daría por un paseo por Tula. En ocasiones solía llegar hasta la casa donde León Tolstói se había inspirado y escrito Guerra y Paz y Ana Karenina. Cuando llegaba tras la caminata de 14 kilómetros se acercaba a la casa y miraba al interior por la ventana, buscando rincones en los que el escritor podría haber estado construyendo aquellas magníficas historias. Mirar por la ventana, lo único que hacía ese 7 de octubre otoñal, 27 años antes de morir. Había aparcado todas sus responsabilidades para centrarse en lo importante: su melancolía, aderezada con un té mal calentado; sin lluvia y sin samovar. Llevaba meses sin ver llover, nubes muchas, veía muchas pero no podía sentir la lluvia, era imposible salir de aquel habitáculo metálico en el que estaba encerrado. No era la primera vez y sabía que en aquella ocasión su cautiverio sería más prolongado. Valeri miraba por la ventana e intuía Tula, imaginaba a su mujer preparando sopa Solyanka o a su hija pintando una casa con un árbol. La melancolía se alimenta de los recuerdos nimios, echaba de menos abrazar un árbol. Exótica costumbre que su abuelo Nikita le había traspasado.
Rodeado de un anodino olor metálico deseaba la tierra mojada, las castañas asadas… Volvió a perder de vista Tula. Ahora, por la ventana, veía Tulsa en el estado de Oklahoma en los Estados Unidos. Solo una letra le separaba de Tula y miles de kilómetros, así como la cosmovisión del mundo. Hacía poco tiempo que la Unión Soviética había desaparecido. Desde que nació le habían transmitido el odio al capitalismo yanqui. Ahora en aquel cautiverio convivía con un estadounidense que le había indicado donde quedaba Tulsa, él yanqui también echaba de menos su ciudad.
La melancolía, esa felicidad por estar triste.
Valeri Poliakov esperaba volver a divisar Tula, quizá era la quinta vez que lo hacía en aquel día. Allí estaba tras la ventana de la estación internacional MIR un 7 de octubre de 1995, justo 27 años antes del día de su muerte.