En Aprende y disfruta, mi primer libro, contaba una anécdota que sucedió en la residencia Misericordia de Bilbao cuando trabajaba como terapeuta ocupacional. Una de las actividades que realizábamos en esta residencia se basaba en los principios de la musicoterapia, los miércoles por la tarde Jose Antonio y su acordeón recorría la residencia con ritmos añejos, de la época de los mayores. En la planta baja vivían los residentes más dependientes, algunos ni siquiera se comunicaban. A pesar de ello nosotros nos acercábamos y les cantábamos, preguntábamos si les gustaba la música… En una ocasión me acerqué a una residente y la pregunté: “¿Le gusta la música?” por atrás apareció una monja y me dijo “No te empeñes, esa no habla”. Insistí. “¿Le gusta la música?”. “Sí, mucho” Me contestó. Miré a la monja sin arrogancia, simplemente quise transmitir que damos por sentado cuestiones que no lo son, prejuzgamos o nos dejamos llevar por lo que vemos. En una intervención psicoeducativa siempre hay que creer en quien se tiene delante y la música ayuda notablemente a abrir los canales de la percepción o nos sirve de conexión. Sin embargo, nos estamos olvidando de la música en la escuela. Cada vez reducen más sus horas semanales.
Además la música tiene un carácter sanador, en mi segundo libro cuento la historia de un muchacho de treinta años al que le ha dejado la novia. Un de los capítulos va sobre el efecto positivo que tiene la música en nosotros:
De esta forma sobrellevaba la crisis emocional en la que era consciente estar inmerso. Día a día se cumplía el aforismo que algún día leyó y que no recordaba quién lo dijo: “A veces llamamos escuchar música a lo que en realidad es escuchar recuerdos”. Cuando se ponía música, su mente se habría y se tonificaba su estado emocional, a veces se ponía música alegre para combatir la tristeza. En ocasiones visitaba melodías tristes para profundizar. Pero nunca, nunca ponía Los Rodríguez, mucho menos aquella canción, que fue la canción de la pareja en la que Andrés Calamaro cantaba “quiero ser el único que te muerda la boca, quiere saber que la vida contigo no va a terminar”. Si se hubiese puesto aquella canción, se hubiese roto irremediablemente. Aquella canción le recordaba demasiado a ella y la relación que habían tenido. Sin documentos, así era el título de la canción había sido oficialmente decretada “nuestra canción” en una excursión a Jaca en su segundo año de noviazgo. En un bar en el que servían la cerveza en una especie de botas altas ambos se miraron y se cantaron cara a cara aquella canción que sabían de memoria. No existía nadie, solo aquella pareja que aún mantenía la efervescencia hormonal propia del enamoramiento, hubo un condicionamiento automático y aquella canción de aquel grupo de argentinos pasó a ser la banda sonora de su relación.
Los primeros días después de la ruptura aumentaban las conversaciones, Max buscaba contrastar ideas y aclarar confusiones sobre su estado de ánimo. A un amigo le había confesado que se aplicaba nanoterapia, después de mucho tiempo había vuelto a escuchar a Joan Manuel Serrat, concretamente el CD 2 de su “disco en directo”, la canción “Cambalache” le resultaba la más dolorosa; ese tango que Enrique Santos Disépolo escribió sobre el siglo XX, en el que se concreta aquello que se empezó a gestar en las primeras décadas de la pasada centuria y que poco a poco se fue consolidando “pero que el siglo veinte es un despliegue de maldá insolente, ya no hay quien lo niegue”. Él era buena persona, por qué tenía que pasar por aquel abandono. Vivía en una cierta ensoñación en la que caen muchas personas, “si yo soy bueno me tienen que ir bien las cosas”. Qué tipo de pensamiento mágico es ese. El mundo puede ser cruel con aquel que roba y con aquel que se dedica a hacer el bien, a nadie importa si naciste honrado.
Su amigo le dijo que tuviese cuidado con “Lucía” porque le podía hacer daño y estaba en lo cierto, se la puso y desde los primeros compases y su “Vuela esta canción…” a Max aquella canción le hacía daño, mucho daño. Curiosamente “Penélope” le resultó neutra, “Lucía” le punzaba el corazón y lágrimas brotaban en “No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí”.
Tenía claro Max que en aquella situación había que hacer caso a los amigos, sobre todo cuando tienen tan afinado el sentido del oído. Asier, su amigo poeta, era ciego. Acogió con agrado la recomendación de escuchar algo más animado, a poder ser en otro idioma, que no entendiese. La canción en inglés que más lo animó fue “Brown eyed girl” de Van Morrison, a pesar de que ella era una mujer de ojos marrones. Las que lo desanimaron fueron: “When I fall in love” de Nat King Cole, “Someone like you” de Van Morrison. Descartaba, buscar el “With or without you” de los U2, sobre todo porque sólo entonarla lo transportaba al episodio de Friends en el que Rachel escucha la canción que Rose le dedica por una emisora de radio, mientras en la gran manzana llueve “hasta rebosar mares”. Friends había sido una serie que habían seguido juntos, además resultaba curioso que esta empezase a emitirse el mismo año en el que empezaron a salir juntos y terminase dos años antes de que ella decidiese terminar con aquello, era una serie paralela a su relación. Quién sabe, quizás los dos últimos años, incluso más, estuvieron de sobra en aquella relación. Solían recordar anécdotas de la serie como cuando Joey se mudó, aquello le servía a Max para entender que las relaciones no son para toda la vida, si Joey y Chandler dejaron de vivir juntos por qué no le iba a pasar a él con ella; las despedida de Rachel cuando se iba a trabajar a París; la ruptura de Mónica y Richard, cuando él le dice sigue bailando, mientras ella llora en su hombro… Max rememoraba todas aquellos momentos que habitualmente recordaba junto a ella y llegó a la conclusión de que debía ver de nuevo Friends, seguro que lo ayudaba.
Buscó también música en italiano, el “Azurro” de Adriano Celentano. Recordaba que Italia había vencido a Francia en el último mundial, el día de la huida de los chavales, la Francia de ella, aquello le gustaba. También escuchaba en portugués, otra de sus canciones fetiche: “Chega de Saudade” interpretada por Zimbo Trio, no sabía, lo descubrió más adelante, que Saudade definía a la perfección cómo se encontraba, es una de esas palabras que no tienen una traducción exacta en otro idioma, algo así como melancolía pero sin llegar a serlo. Difícil definir en otro idioma que no sea portugués. Independientemente Max de su incapacidad para entender el idioma del fado entendía perfectamente: do que os beijinhos que eu darei na sua boca. Pensaba en los besos que él ya nunca daría en su boca.
En un ejercicio de masoquismo no hacía tanto caso a escuchar música en otros idiomas y a veces se refugiaba en otras con letra en español y que entendía en profundidad, “Te recuerdo Amanda” de Víctor Jara y cantada por José Merce no le hizo tanto daño, porque sabía que era una canción que el chileno escribió pensando en su madre. Le resultaba desgarrador escuchar a La niña Pastori cantando el “Contigo” de Sabina:
Y morirme contigo si te matas
Y matarme contigo si te mueres
Porque el amor cuando no muere mata
Porque amores que matan nunca mueren
El dolor se intensificaba cuando escuchaba a la cantante gaditana cantar “Válgame Dios” junto a Falete.
Que me perdone el santo padre
pero yo no sé vivir si no te tengo
y a mi vera.
Aquella misma semana, le pasó algo nada desdeñable. Se acercó a la fotocopiadora a preparar una fichas para la clase que le tocaba, cuando la secretaria apoyada en el cristal de la fotocopiadora preparando no se sabe qué papel de administración, tarareaba una canción que estaba en aquel momento en boga decía: “me voy, qué lástima, pero adiós. Me despido de ti y me voy” y seguía “Qué lástima, pero adiós. Me despido”. Aquella interpretación de la mexicana Julieta Venegas le hizo daño, mucho daño. Se quedó paralizado sin saber qué hacer, con las hojas en las manos. Sentía ser la mujer de Lot convertida en estatua de sal. La secretaría se percató de la parálisis y esbozó un tímido “perdón”. Max le devolvió un:
Mejor así, de frente sin anestesia. No te preocupes Eva - así se llamaba la secretaria- lo voy encajando poco a poco.
De la misma forma que descartaba escuchar canciones como la de Venegas. A veces se encontraba con la necesidad de escuchar alguna otra canción, por ejemplo, en una ocasión tardó en encontrar una de Ismael Serrano, “Canción de amor propio” en la que decía “y me levanto cada mañana, feliz y seguro. Me hago el desayuno...”. Tenía el CD. Esta se encuentra en el primer álbum que publicó este artista madrileño (“La memoria de los peces”) revisó la carátula y las letras. También se reencontró con “Instrucciones para salvar el odio eternamente”. Obviamente corrió a colocar el disco en el “tocacedes” y tras escuchar estas dos canciones con especial atención, se puso el primer corte titulado “Últimamente” e Ismael lo acompañó mientras recogía la casa y planchaba alguna camisa.
Sigo refugiándome en la música como mi alterego Max. Ahora tengo diversas listas en Spotify una de ellas se llama No puedo vivir sin música, otra Adiós a los treinta en la que aparecen todas las canciones que se citan en la novela del mismo nombre. Te invito a escucharlas.
Buen fin de semana, ya mañana es viernes.
Gorka “cantarín” Fernández Mínguez
Ay, se me saltaron lagrimillas sin ni siquiera pensar en ninguna canción en concreto.
Tú sabes más que yo de eso, seguro, pero pienso que igual que determinadas heridas físicas necesitan limpiarse para que curen de verdad (aunque lo de echarse alcohol duela), con las heridas emocionales pasa lo mismo. Y a veces una canción puede tener ese efecto catártico y sanador, aunque nos remueva el alma (o, quizás, precisamente por eso).